viernes, 26 de julio de 2013

Nueve de copas






El ser es un pez que fluye con las corrientes de agua. Si lo contemplas, si te maravillas con su presencia y acoges aquello que te muestra, quizá se sienta cómodo y siga nadando a sus anchas, enseñándote nuevos rincones. 

Sin embargo, llega un día en que de repente dejas de observarlo a el, por algún motivo comienzas a pensar que nunca, nunca, querrías perder eso tan maravilloso que el pececillo te ha mostrado. Es lo más bello que jamás hayas podido descubrir, así que quieres que dure una eternidad.
Entonces vuelves al pez, pero ya no ves sus colores, ni su gracia, ni su espontaneidad: observas algo que puede irse. Y sientes que, si eso sucede, tú quedarás hueco, inmóvil y solo, puesto que no hay ya pez que te guíe. 

Así que le pides al pececillo que se quede, pero el no comprende esa palabra, no entiende de permanecer o marchar. Desesperado ante esta incomprensión, tratas entonces de cogerlo con tus manos. No sabes que si lo consigues, ya no será el pececillo que tanto te mostraba, se convertirá en un falso reflejo de aquel.

Estos peces no pueden ser capturados, forma parte de su naturaleza esencial, al igual que mostrar todo lo bello que conocen. Si decides seguirlo, tendrás que amar estas dos cualidades y sobre todo, sobre todo, saber que todo lo que el pez puede mostrarte forma parte de ti.



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